LA MULETA

Ayer, en las duchas del gimnasio, me topé con una muleta. Estaba mojándose por el agua. No me imaginé a alguien con la movilidad temporalmente reducida por una lesión yendo al gimnasio, así que supe que se trataba de una persona con algún tipo de minusvalía. Ya bajo el calor del agua pude verle: era un joven de algo más de metro cincuenta de altura, con el cuerpo retorcido como un alambre, las evidencias de las posiblemente desesperadas operaciones en la espalda, la cadera, las piernas. Unas piernas alargadas para un cuerpo que no compensaba, un cuerpo, además, que se movía con evidente dificultad. La práctica ausencia de cuello le confería una aspecto asustadizo, como si se estuviera escondiendo. No sentí pena. Hace tiempo aprendí que la condescendencia y la pena riñen con la normalidad. Pero es verdad que después, mientras nos vestíamos, vi nuestros cuerpos, por la magia de la perspectiva, reflejados y comparados en el espejo. Entonces me fijé en mis brazos proporcionados y móviles, en mis piernas arquedas lo justo, doblando las rodillas a una sencilla orden. Entonces me sentí ridículo al recordar las muchas veces que frente al espejo había maldecido ese dichoso michelín que no se va ni con una orden judicial, los músculos, siempre tan indecisos, que no terminan de definirse o ese dichoso grano adolescente a los treinta y tantos...y eso me pareció una falta de respeto. Me sentí ridículo pensando que sólo para quien no la tiene, la normalidad es un tesoro.